VER PARA COMER

AUTOR: Daniel Vázquez Sallés
PUBLICADO EN LA REVISTA SABOR Nº 326

Gracias al cine, no hay país en el mundo que vayamos a visitar del que ya no conozcamos sus mercados y productos.

Una de las películas más emblemáticas de la historia del cine es La grande bouffe. La película, dirigida por el director italiano Marco Ferreri, se convirtió en un escándalo desde el mismo día de su estreno en el marco del Festival de Cannes de 1973. Acusada de blasfema y obscena, cuarenta años más tarde se puede considerar a La grande bouffe como el homenaje más poético que ningún director ha realizado al placer de vivir a través de la comida. ¿Y de qué va la película? De cuatro hombres hartos de las cotidianidades de la vida que se reúnen en una villa para suicidarse comiendo exquisitos manjares.


Películas dedicadas a la gastronomía hay muy pocas a lo largo de la historia del cine, y como los gustos son, por suerte, personales e intransferibles, algunos lectores avezados en el género es probable que prefieran títulos como Deliciosa Martha, El festín de Babette, Vatel, Como agua para chocolate, Comer, beber y amar o Entre copas. Nada que objetar.


Lo importante de estas películas es la estela que han dejado en nuestros gustos. El cine es el mayor generador de modas desde su creación, y con ese poder persuasivo nos ha enseñado a comer de manera distinta de como lo hicieron nuestro ancestros. Gracias al cine, no hay país en el mundo que vayamos a visitar del que ya no conozcamos sus mercados y los productos que los integran.


Pero en el cine la gastronomía no siempre tiene que ser la protagonista para ser remarcable. Muchas veces aparece como elemento sutil que acrecienta el poder evocador de su director. Siempre he tenido especial predilección por las películas francesas e italianas. Pocas cinematografías como esas dos han logrado mostrar al mundo su amor por el placer de la mesa de una manera tan sutil.


No hay una película francesa en la que no aparezca una secuencia con los protagonistas compartiendo una mesa. En la película Pequeñas cosas sin importancia, obra coral y hermosa dedicada a la amistad, todo sabría distinto sin las cenas nocturnas cargadas de nostalgia. Y qué decir de los italianos, que han sabido convertir un plato de pasta en el mayor tesoro que ha encontrado el hombre.
Ese es un poder que solo tiene el cine. El de lograr convertirnos en buscadores de placer gracias a unas imágenes creadas por hombres y mujeres tan necesitados de felicidad como nosotros.